Por María Catalina Olguin (Revista Vuelos)
Los seres humanos no somos solamente un cuerpo y una mente; un elemento intangible pero esencial, inasible pero poderoso anima nuestras vidas… Es el espíritu, el hálito, lo que insufla en nuestras mentes y en nuestros corazones, intenciones, búsquedas, cuestionamientos…
Esa energía que moviliza a formularnos preguntas tales como “¿A qué hemos venido a este mundo?”; “¿Cuál es el sentido de mi vida?” o a veces reacciones, protestas “¿Para qué el sufrimiento humano?” “¿Por qué me toca pasar por esta experiencia?”, ha sido incorporada recientemente como una capacidad, como una más de las múltiples inteligencias de los humanos. El término inteligencia refiere habitualmente a nuestra capacidad de aprender, comprender y razonar; al entendimiento, al intelecto. Etimológicamente significa “leer entre líneas” (del latín: inter leggere); intuir, vislumbrar lo que no está explícito, arriesgar a ensayar aquello a lo que no podemos a veces asignarle palabras. Científicos como el doctor Howard Gardner, gestor de la teoría de las inteligencias múltiples, ha definido a la inteligencia espiritual como “Capacidad para situarse a sí mismo con respecto al cosmos, a los rasgos existenciales de la condición humana, como el significado de la vida, de la muerte y el destino final del mundo físico y psicológico en profundas experiencias como el amor a otra persona o la inmersión en un trabajo de arte”. Los doctores Ian Marshall y Dana Zohar expresan que esta modalidad de inteligencia es con la que “afrontamos y resolvemos problemas de significados y valores, la capacidad para poner nuestros actos y nuestras vidas en un contexto más amplio, más rico y significativo, la capacidad con que podemos determinar que un curso de acción o un camino vital es más valioso que otro.”
“Todo ser humano, más allá de sus características externas o internas posee inteligencia espiritual, a pesar de que puede hallarse en grados muy distintos de desarrollo. ”
El conocido psiquiatra, creador de la logoterapia, doctor Viktor Frankl (1905-1997) afirmaba: “Todo ser humano, más allá de sus características externas o internas posee inteligencia espiritual, a pesar de que puede hallarse en grados muy distintos de desarrollo. Toda persona tiene en su interior la capacidad de anhelar la integración de su ser con una realidad más amplia que la suya, y a la par, dispone de la capacidad para hallar un camino para tal integración”. Esta forma de inteligencia reviste la forma de un potencial, de algo latente; metafóricamente es la semilla que encierra dentro de sí una posible planta. Para que la semilla pueda transformarse requiere de un contexto que promueva esa transmutación, tierra adecuada, agua que la nutra y ni bien asome al exterior será esencial la luz solar que la alimente… Todos los seres humanos contamos con ese potencial, con esa intuición, esa vislumbre de que “hay algo más en la vida”. Habita en nosotros un ser durmiente que puede despertar y conectarse con una realidad sin límites. ¿Cómo podemos dar lugar a que nuestra inteligencia espiritual despierte y se exprese, generando así una vida más completa y provechosa? ¿Cómo despertar a esta potencia dormida? ¿Quién o qué actuará como el príncipe que con su beso amoroso despertó a la princesa dormida por el hechizo maligno? ¿Cómo salir de la ilusión del no pasarás, de nuestros límites…?
Cómo despertar nuestro “potencial espiritual”
La Inteligencia espiritual podría definirse entonces, como dijimos anteriormente, como una potencialidad inherente a todos los seres humanos. Se la ha incorporado recientemente a las otras ocho clases de inteligencia que se manifiestan con diferente vigencia según las personas: inteligencia musical, espacial, relacional, lógico-matemática, lingüística, emocional, corporal y naturista, acorde con la clasificación del Dr. Howard Gardner. Cada una de estas características innatas van a poder desenvolverse si se promueven las condiciones para que esto tenga lugar. La promoción se vincula estrechamente con la educación -en todas sus expresiones-, con las posibilidades que se ofrecen desde muy pequeños a todos los seres. En ese sentido es trascendental que se visualice a quien llega a este mundo, a ese ser tan vulnerable que es el recién nacido, como una especie de “diamante en bruto”, como una “desconocida semilla” a la que los responsables de su germinación podemos o bien ayudar a crecer sin límites interiores o frustrar en su desarrollo. Nos preguntábamos cómo es posible despertar a ese potencial espiritual y cómo desarrollarlo a lo largo de la vida. El primer contacto con las posibilidades es diferente para cada ser humano y suele comenzar al formularnos preguntas acerca del sentido de nuestra vida, de nuestro propósito en este mundo. El desenvolvimiento de la espiritualidad no consiste en tener respuesta para todos los avatares, desafíos y posibilidades de la vida; se trata más bien de una actitud de “descubrimiento”; de ver más allá de los acontecimientos, de mantener la capacidad de asombro, de valorizar la vivencia del presente -que es lo único con que contamos-, de querer aprender permanentemente, de otorgarle un significado trascendente -aunque no definitivo- a lo que acontece, a la aceptación de lo que nos supera y a vernos y sentirnos participando de un todo mayor cuyas fronteras ignoramos… El desenvolvimiento espiritual del ser humano podría definirse como el progreso armónico y evidente en el conocimiento de sí mismo, en su relación con los acontecimientos de la vida, con el mundo y con lo divino desconocido.
“Toda persona tiene en su interior la capacidad de anhelar la integración de su ser con una realidad más amplia que la suya, y a la par, dispone de la capacidad para hallar un camino para tal integración”.
El desarrollo de la espiritualidad incluye también su capacidad de aprender y aplicar fructíferamente lo incorporado y una intención vigente de continuar el aprendizaje vital hasta el último momento de su vida. Al desarrollar la vida espiritual nos conocemos a nosotros mismos. Esto nos permite ver cómo nos relacionamos con los demás, nos permite darnos cuenta de qué lugar damos al universo, cómo nos visualizamos, cómo vemos nuestro destino. La espiritualidad integra al ser en todos sus aspectos, lo expresado o manifestado y también lo potencial o aún no plasmado, es decir las posibilidades que se nos presentan. La conciencia (capacidad de darnos cuenta de nuestra realidad interna y externa) nos permite ampliar permanentemente nuestros límites, impulsándonos siempre más allá de donde estamos y la voluntad (capacidad de proponernos objetivos y esforzarnos por concretarlos) nos posibilita a hacer realidad nuestros sueños, a dar cada paso concreto, a vivir plenamente el presente. Conciencia y voluntad son las bases para nuestro desenvolvimiento espiritual.