Autor: Carlos Alberto Moreno
– “Tengo sed”, dijo Jimena. “¿Hasta cuándo vamos a caminar?”.
– “Todavía falta para llegar”, respondió Eduardo. “Desde más arriba se ve muy lindo el paisaje”.
– “Pero hemos caminado más de una hora sin parar”, dijo ella.
– “Okey».
Eduardo se detuvo, depositó su mochila en el suelo y la abrió. Sacó una botella de bebida y se la ofreció a Jimena.
– “¿No trajiste agua?”.
– “No, no había”.
– “Sabes que no tomo gaseosa”.
– “Tú misma podrías haber traído agua”.
– “Pero quedamos en que tú lo harías”.
– “¿Quién dijo eso?”.
– “¡Tú mismo!”.
– “Me olvidé”.
– “¡Siempre te olvidas, parece que no te importara!”.
– “No te vas a morir si tomas gaseosas por una vez”.
– “¡Claro, siempre lo acomodas todo! ¡Tú y tus excursiones, podrías haber venido solo!”.
– “Tal vez habría sido mejor», respondió irónicamente Eduardo.
Jimena, con lágrimas de rabia en los ojos, dio media vuelta para emprender el regreso.
– “Me da igual”, dijo Eduardo, y siguió caminando.
Mientras avanzaba pateando piedras, Eduardo se preguntaba por qué siempre terminaban en lo mismo, mejor no la hubiera invitado, por cualquier tontería acababan peleando, las cosas ya no eran como al principio. Lleno de frustración se sentó junto a un árbol para descansar, pero al agacharse se golpeó en la cabeza con una rama, entonces tomó la rama y la empujó con ímpetu. Esta se quebró, y como tenía algunas espinas le hizo una pequeña herida en la mano. Eduardo arrojó con enojo la rama hacia un lado y se sentó sobre una piedra. Allí todo se veía calmado, el valle se extendía imponente ante sus ojos, al fin podría disfrutar de la naturaleza y no perder el tiempo con seres humanos que siempre lo arruinan todo.
– “¿Disfrutar la naturaleza?”, escuchó a alguien que le decía. “Acabas de dañar la naturaleza como si nada”.
– “¿Quién está hablando?”.
– “Yo. Me acabas de romper una rama y ahora disfrutas tranquilamente de mi sombra”.
Eduardo se volvió para mirar la herida que había dejado en el árbol.
– “Lo siento, no fue mi intención dañarte, estaba enojado”.
– “Ustedes los humanos siempre tienen la misma excusa: no fue mi intención, dicen, y luego continúan arrasando con todo, ¿qué les pasa?”.
– “Tuve una discusión con mi novia, y ahora no sé si va a volver, siempre lo arruino”.
– “Entonces arréglalo”, respondió el árbol.
– “No es tan fácil”
– “Tienes dos pies, puedes caminar, alcanzarla, decirle que lo sientes y ya. Yo he estado toda mi vida aquí, en este mismo sitio, y no me queda otra cosa que esperar que las cosas ocurran. Si tengo sed, debo esperar que llueva, y si hace frío, tendré que esperar hasta que el sol regrese al otro día. Pero tampoco es tan malo, he aprendido a confiar, y parece que cuando confías las cosas ocurren de otra manera, como que vas en sincronía con la vida”.
Eduardo se quedó mirando hacia el sol, que poco a poco descendía acercándose hacia las cumbres de los cerros, y su rostro se sumió en la melancolía.
– “¿Por qué estás triste? Estás de excursión en un lugar que te agrada, tienes la posibilidad de sentarte a la sombra y descansar, tienes una novia que te quiere. ¿Por qué ustedes los humanos no valoran las cosas hasta que las pierden?”.
Eduardo sentía que todo se veía insípido y vacío.
– “¿Sabes cuál es la diferencia entre estar solo o acompañado?”, continuó el árbol, “que cuando estás acompañado las puestas de sol se ven diferentes”.
Eduardo tomó algunas piedrecillas que estaban en el camino y comenzó a arrojarlas con desgano en medio del monte. De pronto sintió el leve ruido de un chapoteo, se puso de pie y se internó entre los matorrales. Allí frente a él había una vertiente de agua transparente, abrió su mochila y sacó la botella de bebida que llevaba, bebió el resto que le quedaba y llenó la botella con el agua de la fuente.
– “Adiós amigo, gracias” le dijo al árbol, “tengo una tarea pendiente”.
Descendió rápidamente por el camino hasta que encontró a Jimena que estaba sentada cabizbaja al borde del camino. Se acercó lentamente y le entregó la botella, “encontré agua”, le dijo.
– “No quiero nada”, respondió ella.
– “Sé que eres como una fierecilla salvaje y me iría nuevamente, pero no puedo vivir sin ti”, respondió Eduardo en tono de broma.
Jimena recibió la botella mientras reía y de los ojos se le escapaban algunas lágrimas, bebió con deleite del agua cristalina y comenzaron a descender lentamente por el camino.
Mientras entrelazaban sus manos contemplaban la puesta de sol que imprimía mágicos tintes dorados a los árboles recortados contra el cielo.
– “Es hermoso”, dijo Jimena.
– “Cuando estás acompañado, las puestas de sol se ven diferentes”, concluyó Eduardo.
Carlos excelente tu relato no solo me ha hecho pensar en la presencia de la naturaleza en nuestro diario andar, sino en lo frágil de las relaciones humanas.
En la naturaleza que nada espera y con paciencia transcurre su vida, y lo vertiginoso de las relaciones humanas que nos hacen a veces perder de un montón de atardeceres inolvidables
Gracias por compartir este hermoso texto, felicitaciones!!!
Muchas gracias Claudio por tus palabras tan motivadoras.