Juan y la piedra

Por Pedro Rosignoli

ESCONDIDA EN LA RAÍZ DE LA MONTAÑA, LA PIEDRA DORMÍA.

Desde siglos y siglos estaba ahí, esperando su destino. Ella sabía que tenía un destino, pero no sabía cuál era.

Un buen día empezó a oír unos golpes lejanos que se iban acercando: “Ahí viene mi destino”, pensó, y se mantuvo alerta.

De repente, un rayo de luz cayó sobre ella, fragmentándose en mil rayos centelleantes, mas la piedra no tuvo tiempo de extasiarse con el resplandor, porque una mano ávida la arrancó de su lecho y la arrojó a una bolsa. Lo que pasó después, comparado con los siglos de espera, fue vertiginoso. De la bolsa a una caja, de la caja a una lima, de la lima al orfebre, del orfebre a la vidriera: y por cada paso un viaje, y por cada viaje centenares de kilómetros.

Luego volvió a descansar, pero ya no en la oscuridad silenciosa sino a la vista del sol, que, alumbrándola de lleno, hacía brotar de ella una cascada de luces.
y no había transeúnte que no se diera vuelta para mirarla, tal era el brillo que iluminaba la vidriera.

Ufana de ser admirada, cuidada y lustrada a cada momento, la piedra pensó: “Se ha cumplido mi destino”.

Pero (ya se sabe) el dulce empalaga, y al poco tiempo la piedra estaba aburrida. “Mi destino no puede ser tan pobre; no puede ser que yo no sirva más que para ser halagada, que yo no pueda ver en la mirada ajena nada más que codicia”, se decía.
Y añoraba su lecho de roca.

Una tarde en que no había transeúntes, un ladrón rompió la vidriera, se echó
la piedra al bolsillo, y huyó hacia la montaña, perseguido al rato por el joyero y los gendarmes. al ver que iba a ser alcanzado, en un recodo tiró la piedra lo más lejos que pudo; la piedra cayó al borde del camino, y se hundió en el polvo.

Esa noche, una furiosa tempestad sacudió la montaña, y un rayo cayó sobre el camino; el borde se desgajó, y rodó hacia el valle deshaciéndose en pedazos.

Juan era un sencillo labrador, que desde que tenía memoria no había salido de su campito; su padre se lo había dejado al morir, y él lo trabajaba de sol a sol, viviendo de los frutos de esa tierra. Nunca se quejaba, porque a él le bastaban. Pero Juan tenía un hijo, un chico despierto y con los ojos llenos de sueños maravillosos; y lo que Juan leía en esos ojos sí lo entristecía, porque sabía que ninguno de esos sueños habrían de realizarse. A las magras cosechas seguían cosechas aún más magras, y el único porvenir para su hijo era el de seguir trabajando esa tierra.

Pero, aún con esa tristeza, Juan seguía su lucha diaria, arrancando al avaro suelo el sustento para su familia.

Cuando esa noche estalló la tormenta, y el granizo se agregó a la lluvia en el repiqueteo sobre el techo de la cabaña, Juan abrió la puerta y se detuvo a mirar su campito, pensando el desastre que se cernía sobre él y su familia. Y cuando al granizo se sumó la avalancha de tierra que se deslizó por la ladera de la montaña resquebrajada, un terrón barroso llegó rodando hasta los pies de Juan, quien, impotente, dejó caer los brazos.
Y el último relámpago que alumbró la ruina de la quinta y la desolada figura del labrador, hizo brotar de la gleba partida una cascada de luces.

Y el hijo de Juan pudo caminar hacia ese destino que había llenado de sueños sus ojos de niño. Y la piedra preciosa se sintió feliz con su destino, que abrió el destino del hijo de Juan.

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