Si bien el desenvolvimiento espiritual es un continuo, podemos simplificar el proceso de la relación describiéndolo en dos etapas sucesivas: la de relación posesiva y la de relación por participación.
Las características de nuestras relaciones indican el grado de desenvolvimiento que hemos alcanzado; cuanto más nos desenvolvemos, más abarcamos en nuestra conciencia y más participamos en ese ámbito con nuestro sentir y actuar.
Relaciones posesivas
La relación posesiva impone dependencia. Creemos que podemos disponer de todo como si fuéramos amos y señores de lo que nos rodea, incluso de otras personas, sus vidas, sus sentimientos, sus pensamientos. Cuando no lo conseguimos nos arrebatamos y reaccionamos contra lo que escapa a nuestro dominio. Por eso las consecuencias de la relación posesiva son agravio, infortunio y dolor.
La agresividad en la relación posesiva responde a la voluntad de imponernos sobre los demás —y hasta sobre lo que ocurre y lo que nos rodea—. Si no los consideráramos como pertenencias no podríamos descargar nuestras reacciones sobre otros o luchar para que respondan a nuestros deseos o antojos. Por este motivo, aunque la relación posesiva no siempre se manifiesta en actos de violencia, hace violencia a los seres, al medio, a la naturaleza.
La relación posesiva socava la libertad inherente al ser humano. Si bien en el estado de conciencia que ahora tenemos podemos concebir cierto grado de libertad para todos, en la práctica solemos desconocer todo derecho salvo el nuestro.
El esfuerzo por dominar y obtener ventajas personales a través de las relaciones que ya tenemos y de las que vamos estableciendo, hace que sus frutos sean la decepción y la soledad. En vez de unir, la relación posesiva separa y, al fin, daña —y hasta destruye— tanto la relación como aquello con lo que nos relacionamos.
Relaciones por participación
En las relaciones interpersonales, el círculo vicioso de posesión y destrucción se disipa cuando comprendemos que sufrimos porque nuestro afán posesivo hiere a quienes amamos o pretendemos amar. Este despertar nos mueve a sobreponernos a impulsos primarios y egoístas y a responder a nuestra necesidad de brindarnos y participar. Damos, entonces, pasos seguros hacia el mejoramiento de nuestras relaciones ampliando el círculo de nuestros afectos y aprendiendo a gozar y a sufrir por otros.
Amar a mayor número de personas, trabajar por el bien de otros sin manipular a quienes amamos o a aquellos con los que nos relacionamos, nos acostumbra a fijar la atención más allá de nuestros intereses particulares. Es así que redescubrimos nuestro entorno y desarrollamos respeto y afecto por lo que nos rodea.
Respetar es atender con amor, dar lugar a que las personas se manifiesten. Esta actitud nos permite descubrir enseñanzas hasta entonces veladas por el afán de que todo obedezca a nuestra voluntad; es así como descubrimos el medio en que vivimos, la naturaleza que nos nutre, la vida que alienta en lo que hasta ese momento no tenía mensaje para nosotros. A través del respeto nos hacemos humildes y aprendemos a aprender.
Respetar nos enseña a relacionarnos por participación. Esto hace que cambie nuestra manera de responder a los demás y a las circunstancias de la vida. En vez de reaccionar a favor de lo que nos complace y en contra de lo que nos contraría, aprendemos a aceptar y acompañar. En lugar de sufrir y gozar solo por lo que nos pasa, aprendemos a participar también del gozo y del sufrimiento de otros. A falta de centrarnos en nuestro propio acontecer, aprendemos a compartir el acontecer humano. En otras palabras, abrazamos con amor expansivo a todo lo que existe.
Prácticas que fortalecen la relación por participación
La relación por participación se fortalece con prácticas apropiadas. El trabajo básico en este sentido es generar en nosotros una actitud de servicio manteniéndonos atentos para percibir las necesidades ajenas. No necesitamos contar con tiempo extra y bienes cuantiosos para colaborar con los demás. Siempre tenemos oportunidades para asistir en forma constructiva con comprensión, palabras estimulantes y, especialmente, con acciones beneficiosas para otros.
Los actos sencillos de limpiar lo que no ensuciamos, ordenar lo que no desarreglamos, compartir lo que tenemos y lo que sabemos, cuidar lo ajeno con tanto o más esmero que lo propio, ayudar a otro en vez de buscar solo nuestra satisfacción, son un buen comienzo en el aprendizaje de la participación.
Cuando participamos, sabemos que no podemos ser autocomplacientes. Al contrario, trabajamos continuamente con nuestra mente y nuestros sentimientos generando pensamientos de bien y sentimientos positivos hacia todos, tanto hacia los demás como hacia nosotros mismos. Si alguna vez sentimos autocompasión, remplazamos ese sentimiento por otro de compasión por quienes tienen menos y sufren más que nosotros, y recordamos que hay mucho por hacer para aliviar el dolor humano.
Estas prácticas sencillas nos ayudan a que el mundo exterior cobre vida en nuestro interior. La relación por participación desarrolla en nosotros la conciencia de nuestra unión con todos los seres y con el mundo. Al mismo tiempo, genera reverencia hacia todo lo que existe.
Del libro: EL ARTE DE VIVIR EN RELACIÓN – Jorge Waxemberg.
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