Síntesis del libro «La crisis del éxito» de Jorge Waxemberg.
Nuestra sociedad es la sociedad del éxito.
Si terminamos por confundirnos pensando que somos los símbolos que exhibimos. No decimos: tengo dinero; decimos: soy rico, sin sospechar siquiera qué significa ser rico. No decimos: conozco esta profesión; decimos: soy médico, soy abogado, soy ingeniero.
Nos identificamos con un símbolo que al final es una placa en la puerta, un nombre con un título delante que nos dice quiénes somos, en vez de manifestar simplemente aquello que sabemos o administramos. Perdemos nuestra su identidad; pensamos, sentimos y actuamos en función de los símbolos de turno. Estos símbolos no se cuestionan; estamos programados hacia el éxito exterior y superficial.
Pero lo artificial y convencional, ajeno al ser y a la vida, no puede poseerse; solo puede lucirse. El ansia de signos exteriores puede satisfacerse masivamente. Los símbolos del éxito se producen en serie, desde el dinero en billetes hasta los automóviles de lujo.
Mas el anhelo de plenitud no se sacia con bienes exteriores ni con símbolos convencionales. La necesidad interior de realización se satisface individualmente en forma profunda, por el ser mismo. Los valores interiores, aquellos que pueden dar la paz y felicidad deseada, no tienen lugar en la carrera hacia el éxito; no se ven, no pueden contarse ni exhibirse. No importa ya, por ejemplo, si el hogar es un mero formalismo, sin amor ni entendimiento; vale según los símbolos: casa, muebles, artefactos, ubicación.
Pocas veces importa si el trabajo es un engaño a la sociedad, si nuestra capacidad es desperdiciada y nos transforma en ser alguien para una silla. Vale según el sueldo, que marca el status. Pocas veces importa si el trabajo que nos permite subsistir es diferente de aquel para el que hemos nacido y no condice con nuestras aptitudes: “hay que vivir”.
Pocas veces importa si los círculos sociales en que nos movamos puedan ser vacíos, viciados y corruptos; valen según la importancia de las personas que lo integran y el nivel económico de las relaciones.
Comprometemos nuestra vida, nuestras posibilidades, nuestra felicidad, en una carrera hacia la adquisición de símbolos artificiales. Y perdemos así el sentido profundo de los valores humanos.
La carrera hacia el éxito nos deja vacíos, sin contenido. El lugar que ocupamos en la sociedad no se basa en nosotros como individuos, sino en los símbolos que podamos mostrar. Nuestro ser desaparece así tras los símbolos, ya no existimos como personas; dejamos de ser sujetos para transformarnos en portadores de baratijas. Perdemos así el respeto que nos debemos a nosotros mismos. Queremos más de lo que podemos necesitar y usar, porque es símbolo de éxito el exceso en la posesión, aquello que nunca podrá ser nuestro porque no lo necesitamos ni podremos consumir con provecho.
El concepto actual del éxito deriva de un sistema de competencia despiadada. La carrera por conseguir los símbolos artificiales del éxito supone el fracaso o la postergación de otros, ya sean individuos o grupos humanos. Cuántas veces hemos escuchado: “En esta sociedad somos muchos los que llegamos; todos tenemos oportunidades”. Pero en la pirámide del éxito hay menos espacio cuanto más alto se sube.
Al final llega uno, que está parado sobre todos los demás. Esa competencia hace del éxito, como usualmente lo entendemos, una oposición entre unos y otros, entre el individuo y la sociedad, entre la persona y el medio. Se traslada al medio la imagen de la naturaleza amenazante, y la persona se comporta como el primitivo que mata o muere. Olvidamos que ya no vivimos ni en la cueva ni en la selva, que hemos cambiado y que nuestras posibilidades ya son otras. No obstante, todavía el triunfo de algunos significa la humillación de muchos.
El concepto actual del éxito descansa en supuestos que hacen las relaciones sociales agresivas y violentas; es la ley de la selva aplicada a las relaciones humanas. La competencia de unos contra otros por escalar peldaños del éxito destruye finalmente los valores morales y espirituales, y hace del individuo una fiera devoradora de las posibilidades de otros individuos.
Lo importante hoy, en el mundo, no es descubrir dónde está la verdad sino quién gana, porque quien gana tiene razón y su verdad es la verdad. Ganar es el símbolo del éxito. Un concepto bien aplicado a la bestia más feroz no puede servir para medir las realizaciones humanas.
Sin embargo, el triunfo por la violencia es la corona de nuestros símbolos del éxito. Los slogans impulsan a todos hacia el éxito exterior, pero desconocen o ignoran deliberadamente que el mundo no está poblado con triunfadores ni con artistas de moda. En la sociedad actual son muy pocos los que pueden alcanzar los símbolos del éxito. Alentar a todos hacia una ilusión que muy pocos podrán realizar es sembrar el sentimiento de fracaso en los que seguramente no han de llegar, sin evitar por eso la desilusión en los que triunfan.
Los símbolos del éxito ofrecen plenitud y alegría de vivir; dicen: triunfe y será feliz. Uno entiende que, una vez que tenga tanto dinero, poder o gloria, se sentirá realizado, en paz consigo mismo y con el mundo. Quien no llega se siente fracasado, pero el que llega, aunque comprenda que todo ha sido una ilusión no lo puede decir, ni menos confesárselo a sí mismo. Sería admitir que no ha llegado a ninguna parte: debe sentir que alcanzó el éxito; debe continuar la fábula del triunfador; debe demostrar a todos que ha llegado. ¿A dónde?
Los símbolos del éxito prometen una felicidad que no pueden brindar. Cuando no empujan hacia la decadencia y la degradación, pagan las abultadas cuentas de los terapeutas y de las drogas sedantes. Quien está al pie de la cuesta vive de la ilusión de la meta. Tiene algo que desear, un objetivo concreto para comprometer en él los esfuerzos de su vida.
La carrera hacia el éxito está llena de promesas, pero el arribo a la meta significa llegar a una plaza vacía que termina en un descenso. El éxito humano se admira y envidia desde afuera, pero solo por dentro se conoce su vacuidad e inconsistencia. La sociedad no perdona; quien llega a la cumbre inmediatamente es empujado por los que quieren suplantarlo. La crisis del éxito se muestra en la desesperación por ganar de una sociedad que destruye al mundo para salvarlo. El individuo fracasa para que triunfen sus símbolos.
¿Dónde quedaron nuestros anhelos de realización, esa ansia de llegar a ser, de alcanzar plenitud a través de una transformación interior producida por nuestro desenvolvimiento?
Sacrificamos lo que somos con tal de ostentar los símbolos del éxito. Desaparecemos bajo el peso de nuestros símbolos de fantasía. El éxito es un fantasma que no encarna en la vida.
Las consecuencias de nuestro concepto del éxito son la competencia sádica, ya entre individuos, ya entre naciones; la demagogia como política y la guerra como recurso económico. No se puede lanzar en vano a unos contra otros en nombre de un triunfo ilusorio; el resultado es una sociedad dividida, convulsionada y en camino hacia la autodestrucción.
En la mayoría de los países, cuando el niño llega a la edad escolar ha visto un promedio de ocho mil horas o más de televisión. De esta manera ha estado en contacto directo con la delincuencia, el crimen, la destrucción planificada y eficiente de las guerras modernas; las críticas a esas guerras, las crisis espirituales y religiosas, los melodramas que desfiguran y rebajan los valores morales, lo que se debe anhelar y consumir para tener éxito.
Como consecuencia, más adelante suele reaccionar contra las generaciones que lo precedieron y contra sus valores. Pero ya ha sido sometido a una presión ideológica por la propaganda que ha estandarizado sus ideas antes de que pueda desarrollar una capacidad interior de defensa, antes de que cuente con suficiente discernimiento para protegerse. Si bien por un lado reacciona contra la sociedad, ya no puede impedir que sus pensamientos y deseos sean ajenos a él. Ya están injertados en su mente los símbolos que siente que debe conquistar. Ya está programado para ser lo que el medio espera de él: consumidor eficiente e insaciable de bienes, de modas, de noticias, de ideas.
El niño puede rechazar a la sociedad en que vive, pero consume desesperadamente sus símbolos. Él está dividido; al reaccionar contra la sociedad lo hace contra sí mismo. Interiormente se rebela, pero solo se reconoce y se identifica como un producto más de su sociedad. Cree que tiene pensamiento propio cuando reacciona contra el medio, pero su reacción es una simple consecuencia de ser parte de ese medio. ¿Qué puede hacer? En su visión dualista de las soluciones solo distingue dos actitudes: aceptar o rebelarse. Pero cuando se rebela se destruye interiormente. No puede comprenderse a sí mismo; no puede separar lo que en él está programado de lo que él es, necesita y aspira.
Está programado por la cultura y sus medios de comunicación, los que se han hecho agentes de propaganda. Está programado por una educación que informa, pero no forma. Abstraído de los problemas de la vida por programas de estudio que prescinden del contexto en que vive; por una educación que mantiene al alumno ajeno de la realidad y de los problemas que sufre sin saber por qué; por una información abrumadora acerca de lo que la humanidad ya conoce, pero que no conecta con el momento en que se vive y aleja de los problemas de la vida; una información que, cuando estudia los problemas vitales, da una visión tan parcial o teórica que se hace nociva en sus consecuencias.
Él aprende teorías, técnicas y doctrinas, pero no aprende a vivir. Luego, su ubicación en la vida y el mundo es dejada al libre juego del medio, la suerte y su capacidad para adaptarse y sobrevivir. Pero él está ya programado hacia un éxito que no alcanzará. Lanzado en una carrera sin final y sin destino.
Esto nos obliga a una toma de conciencia. Muchos podrán decir “yo no tengo problemas, no persigo un éxito extraordinario; no tengo ambiciones desmesuradas, me conformo con lo que ya he alcanzado”. Está bien; es fácil vivir una vida sin pretensiones, pero esta postura puede albergar una visión superficial de la existencia, una visión que huye de los problemas. Es muy difícil dar contenido a esa vida programada hacia la nada.
La posesión de símbolos no es realización individual sino, simplemente, acumulación. Los símbolos que perseguimos no valen lo que pagamos por ellos. La vida y el ser no tienen un precio material. Nuestro error consiste en querer comprar con símbolos materiales un valor vital.
Necesitamos replantear nuestros postulados y analizar nuestros símbolos, tomar conciencia de que reaccionamos en forma automática e inconsciente en la elección de nuestros objetivos. Necesitamos individualizarnos para poder discernir. Discernir es distinguir lo cierto de lo falso. Discernamos, entonces, para rescatarnos a nosotros mismos. En vez de azuzarnos para destruirnos deberíamos hacer del éxito un concepto universal, que incluya a los seres y amplíe nuestra noción de ser. La capacidad de triunfar tendría que estar unida a un concepto expansivo de responsabilidad. Pero el concepto personal del éxito destruye la posibilidad del esfuerzo y de la realización común.
Mientras no cambiemos la idea personalista del éxito por una conciencia de desenvolvimiento humano, los esfuerzos individuales terminarán siempre en el enfrentamiento de las colectividades. El triunfo personal debería ser inseparable del bien del conjunto. Esto cambiaría el concepto del éxito; dejaría de ser un derecho al libre usufructo de la ventaja de los símbolos para transformarse en un bien que se transmite y se vuelca sobre todos.
Son innegables las diferencias entre los seres humanos; algunos tienen la capacidad de lograr lo que otros no alcanzan por sí mismos. Esas diferencias han sido explotadas en la acumulación de símbolos que se usan contra los demás. Pero la capacidad personal es un bien cuando se vuelca sobre el conjunto por un sentido interior de participación. Los dones que muestran el desarrollo de un individuo lo rebajan cuando este no los usa a la altura de ese desarrollo.
Vender nuestros dones a los símbolos del éxito nos deja solos con los símbolos, siempre en desmedro de nuestros valores interiores. En cambio, cuando brindamos nuestra capacidad más allá de nuestro interés particular, esa capacidad se multiplica y transforma nuestra realidad interior porque amplía nuestra conciencia de ser.
Esta expansión se expresa en un bien interior profundo y permanente, un bien que no perderemos. Nos lleva a una cima de la que nadie nos puede desplazar porque es intrínseca a nuestro ser. Es fruto de nuestro desenvolvimiento interior, de nuestra realización espiritual.
Brindar lo mejor de nosotros, compartir nuestros dones, aquello que realmente nos pertenece, es lo que nos hace crecer, porque sabemos que dar nunca se limitó a lo que pudiéramos dar de nuestro bolsillo. Crecemos cuando dejamos de acumular símbolos y nos desenvolvemos como seres humanos; crecemos cuando, por brindar nuestras capacidades, multiplicamos nuestras posibilidades. Triunfamos cuando nos desprendemos de los símbolos. Nos hacemos libres cuando no dependemos de los signos del éxito. Entonces, el éxito desaparece como sinónimo de triunfo y cada cual se muestra como un símbolo vivo por su desenvolvimiento interior permanente, por la realización expansiva de sus posibilidades incontables.
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Ideas que nunca pasaran de moda y aplicación. Gracias
Gracias por tu comentario Roberto.